Carteles que recordaban a todos que “el trabajo dignifica” en el campo de exterminio de Auschwitz |
El trabajo dignifica. Debe ser por eso por lo que algunos se empeñan en que lo hagamos gratis. Debe ser que cobrar un salario digno por nuestro trabajo no dignifica (que extraña paradoja). Deben pensar que nos vale con tener a donde ir cada mañana, aunque nuestra familia no pueda comer. Deben creerse, de verdad, que solo somos números y que solo es cuestión de explicárnoslo bien para que nosotros también lo creamos.
Para estos que creen estas cosas lo
importante son sus accionistas, sus sueldos estratosféricos, los
beneficios de sus grandes empresas; sus mundos exclusivos, su sectarismo, su fanatismo ciego, su sillón de político vendido.
Y se empeñan en hacernos creer que para nosotros lo importante
también debe ser eso; que menos es nada, que solo ellos tienen vida, que tu casa no importa, que
tu salud no importa, que la educación de tus hijos no importa, que tu hambre no importa... Que
si la bolsa sube y la prima baja tú tendrás trabajo; un trabajo con el que no podrás
vivir, pero te sentirás digno de... ¿de pasar a su casa, a la tuya? ¿Tendrás casa? Que tú vivas no es importante si sus
accionistas no están contentos. Si tú no quieres un trabajo indigno
(¿pero no habíamos quedado en que el trabajo dignifica?) morirás
de todas formas, y habrá otras cientos, miles de personas que
estarán dispuestas ha hacerlo por ti. Personas a las que previamente
se les habrá machacado, se habrá macerado su dignidad para que a la hora de
comérsela esté más tiernecita.
Traficar con la dignidad humana nunca
ha traído nada bueno. Mercantilizar a personas, convertirlas en
números, en stock que se apila en estanterías de enormes naves a la espera de ser utilizado no sé si es muy digno.
El ser humano es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. El ser humano es tonto del culo. No tropieza dos veces en la misma piedra, lleva tropezando en la misma piedra desde el principio de los tiempos. Y aún así tropezamos y volvemos a tropezar. En ocasiones, tras un tropiezo importante en donde nos hemos roto la crisma, se ha buscado el entendimiento, la tolerancia, la libertad, la igualdad... Y han venido tiempos mejores, y se ha encontrado el camino a seguir; un camino un poco más justo, más de todos.
Pero siempre hay alguien que quiere más, que se cree el rey del mambo, que le busca los errores al sistema y en lugar de ayudar a corregirlos los utiliza en beneficio propio. Y vale que la libertad te pide pagar ese precio, y puede que ese no sea el problema. Puede que el problema venga de la perdida de perspectiva, de perdernos en las intersecciones del camino, de la sustitución de los valores que nos llevaron a entendernos, de la aceptación e institucionalización de los reyes del mambo. De convertir en ley la libertad del rey del mambo a querer más. Y potenciar esa ley. Y someter nuestra libertad a la suya. Y ceder espacios de poder y bienestar común. Y dejar que se nos vaya de las manos.
Y asistir atónitos, desde la puerta de
la cocina, a la preparación del guiso en donde se cuece nuestra
dignidad. Y ver como la sirven en una mesa a la que no nos han invitado y a la que no nos dejan
sentarnos. Y arremangarnos después para limpiar el ágape y esperar las sobras.
Y tener la terrible sensación de que el mundo, de nuevo, está tropezando en la misma piedra; en la de siempre.
Y tener la terrible sensación de que el mundo, de nuevo, está tropezando en la misma piedra; en la de siempre.
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