Hay momentos en la vida de todo hombre en los que se asume un especial sentido de la
responsabilidad. Yo creo haberla sabido asumir dignamente durante los casi cinco años en que
he sido presidente del Gobierno. Sin embargo, la responsabilidad que siento hoy me parece
infinitamente mayor.
(Inicio del discurso de dimisión de Adolfo Suarez, 29 de enero de 1981)
Estos días se me ha venido a la cabeza 1981; sí, el año ´81 y más concretamente los acontecimientos de febrero. Creo que algunas lecciones de entonces nos vendrían bien ahora.
Tras aprobar La Constitución en el ´78, la oposición a
Suarez (desde los cuatro costados) fue bestial y fue in crecendo a
medida que la situación iba de mal en peor. Tras ganar las primeras elecciones constitucionales, Suarez se quedó descolocado, no supo entrar en detalle, encarar la crisis económica del momento, afrontar la modernización del país dentro del marco constitucional que él, tan brillantemente, había contribuido a crear. Fue creciendo el descontento a todos los niveles: ejercito (el de entonces, franquista y politizado hasta la médula), empresarios, fábricas, obreros y jornaleros de todo tipo... Crisis, huelgas, terrorismo... España parecía a punto de reventar en cualquier momento. Suarez, atrincherado en la Moncloa, encajaba golpes por doquier. El ruido de sables llegaba a
encandilar incluso a sectores de la izquierda. Y se veía venir. El golpe de estado fue la culminación de la deriva que se inició tras el ´78. Cuando Tejero entró en El Parlamento, ya nadie apoyaba a Suarez; ni su propio partido. Ya sabemos como acabó todo.
El 23F llegó precedido de la dimisión de Suarez. Él no dio el golpe, pero todo el mundo lo culpaba de llevarnos a todos a la situación que lo propició. Cuando Tejero se fue, nadie le pidió a Suarez que volviera. Tejero fue el delincuente, él se saltó las leyes, pero todos estaban de acuerdo (menos el propio presidente) en que Suarez no había conseguido hacerle rular al país tras aprobar la Constitución. Y se tuvo que ir. Y su dimisión (demasiado tarde) no evitó el golpe, pero sí abrió una brecha, sembró dudas y desmontó el principal argumento de muchos de los golpistas (y del 90% del país): Suarez es el problema. Cuando Tejero entró en el Congreso, el castillo de naipes de los golpistas se desmoronaba; y se llevó por delante a Tejero y sus secuaces. El ruido de sables se convirtió en susurro primero y en silencio después.
España está pasando la peor crisis de su historia reciente —tras el 23F—. Hoy, igual que entonces, se ha llegado a una encrucijada, a un callejón sin salida —o con una salida demasiado traumática, que nos mete en charcos, cierra puertas y saca fantasmas olvidados— gracias a unos gobernantes incompetentes que no han sabido meterle mano a las necesidades del país. A diferencia de entonces, no hay unanimidad al buscar responsables. El hecho de que haya dos gobiernos enfrentados, calamitosos los dos, que han sabido muy bien cavar sus trincheras y enarbolar sus banderas, ha fragmentado la población. La oposición —al
contrario que en el ´81— no existe, es tan blandengue y está tan dividida que
nadie la toma en serio. En el ´81 todos se volvieron contra de Suarez, hoy España esta dividida y enfrentada y nos hemos vuelto unos contra otros, no contra los gobernantes que nos han traído hasta aquí.
A veces una dimisión abre puertas y calma ánimos, desmonta argumentos e ilumina nuevos caminos, remueve cimientos de castillos de naipes... o encantados.
Ojalá alguien tenga algún sentido de la responsabilidad, la suficiente humildad y lucidez para irse, como hizo Suarez.
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