O lo que es peor, nadie me escucha a mí. A mí, sí. A mí, que les he votado, que compro sus periódicos, veo su tele y escucho su radio; que conduzco el taxi que les lleva a la emisora o recoge en el juzgado al compañero díscolo. Nadie te escucha a ti, que reparas la maquina de café del pasillo, o limpias su despacho mientras él duerme calentito junto a su señora. Nadie nos escucha a los que pagamos la luz que nos proporciona la compañía que fichó a aquel ex secretario que tan bien hablaba, que tanta labia tenía; a los que pagamos los impuestos que sacarán de la crisis a ese banco que se cargó el ex ministro aquél que tanto sabía de números. Tampoco a los que estáis, estamos o estaremos en el paro, o a los que no sabemos como terminará la aventura universitaria de nuestra hija.
Todos hablan de mí, de nosotros, nadie nos escucha; tampoco entre ellos se escuchan. Aunque, al parecer, todo lo hacen por nuestro bien –como el marido que maltrata a su esposa y pega sus hijos–. Nos quieren salvar la vida apretando el nudo de la cuerda que circunda nuestro cuello; nos dejan hablar tapándonos la boca con las dos manos.
–Os quejáis con el culo pegado al sofá. No se puede ser revolucionario de barra de bar y luego decir que nadie te escucha.
–Demasiados culos en el sofá. Algo falla.Estoy solo. Me ha llamado mi jefe; mañana tengo que pasar a su despacho. En la tele habla gente importante –o a mí me lo parecen– a la que parece que le importa la situación por la que estoy pasando. Una chica rubia llama fascista (o franquista, no sé) a un señor con gafas que también grita mucho y le llama a ella comunista. Me hablan de primas cuando me duele una muela, de doctrinas cuando me aprietan los zapatos. Me hablan de revoluciones por las que no estoy dispuesto a morir. Me dan respuestas a preguntas que no me hago. Parece que todo el mundo habla de lo que no sabe. Parece que todo el mundo está en donde no se le necesita.
Estoy solo, derrotado, acojonado. Hay manifestantes que se van a gritar a la puerta del ayuntamiento, a insultar al alcalde. Mi jefe dice que la crisis y el puto gobierno. El del sindicato dice que por qué no me fui con ellos a la manifestación aquella. Irme a la plaza a insultar al alcalde no me quita el miedo; y mañana vuelvo a estar solo, y seguramente en la puta calle. La semana pasada, el jefe llamó a Manolo; este lunes no ha venido. Manolo tampoco fue a la manifestación a la puerta del ayuntamiento. No fuimos ninguno de la empresa. Tampoco mi vecino, ni la mayoría de amigos y conocidos que trabajan o están en el paro. Los del sindicato sí estuvieron, los de siempre, como siempre. A veces me pregunto si no deberían replantearse la estrategia: si no fuimos ninguno, ¿que pintaban ellos allí?
Nadie se pregunta por qué pasan estas cosas. Nadie se sienta en el sofá junto a mi culo. Todos nos dicen lo que tenemos que hacer y pensar. Nos comen la cabeza con informes que alertan de cosas que todo el mundo sabe, y con propaganda, mucha propaganda. Nos pasa como a los niños de la capital que piensan que el pollo se cría en la nevera. En este país queremos pensar que la democracia crece en los arboles, o en la nevera... O en la tele.
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